Toda acción del Estado necesita un marco. Ese marco se llama política. Y toda política, para tener sentido, debe nacer de valores, saberes y realidades técnicas y jurídicas. Es decir, de conocimiento. Pero cuando hablamos de medio ambiente, el conocimiento se nos queda corto.
Hoy entendemos que los problemas no vienen solos ni en líneas rectas: se entrecruzan, se contaminan unos a otros. La política ambiental, entonces, no puede construirse desde un solo escritorio. Requiere una visión que abrace la ciencia, la ética, el derecho, la historia y, sobre todo, una comprensión honda de la naturaleza.
Pero ¿cuánto sabemos realmente del mundo natural? Pese a siglos de ciencia, seguimos caminando a tientas. Hemos trazado códigos legales, armado tratados, creado instituciones. Pero del mar conocemos apenas la superficie, y de la Tierra -esa esfera de 6.800 kilómetros de radio- apenas arañamos los primeros 100 kilómetros. Lo demás es misterio.
Hay algo más difícil aún: construir una moral ambiental. ¿Cómo definimos el bien y el mal cuando hablamos de naturaleza? ¿Qué límites éticos nos imponemos al intervenir un bosque, un río, una montaña?
La política ambiental no puede limitarse a gestionar recursos. Necesita preguntarse por el sentido de nuestras acciones. Porque sin una brújula moral el conocimiento se vuelve herramienta ciega.
Y aquí el sistema político-institucional tiene una tarea pendiente: garantizar que el conocimiento ambiental no dependa solo del mercado. Hoy, los estudios de impacto para inversiones suelen recaer en consultoras privadas, muchas veces contratadas por quienes quieren invertir. Hace falta voluntad política para que el Estado -con sus universidades, laboratorios e instituciones científicas- esté presente, acompañando y validando esos procesos. Porque sin conocimiento independiente y accesible, no hay decisiones verdaderamente informadas.
Quizás, en este tiempo donde todo parece saberlo Google y medirlo el mercado, lo más sensato -y urgente- sea admitir que no sabemos tanto. Que la Tierra guarda secretos, que no hay algoritmo que reemplace la sensibilidad, y que el futuro necesita menos soberbia y más humildad para mirar el mundo.
Columna publicada en InduAmbiente 194 (mayo-junio 2025), página 59.